lunes, 28 de abril de 2014

El trabajo como esclavitud autoinfligida. El trabajo en la tradición anglosajona y mediterránea.

Trabajo: ¿liberación y/o esclavitud?


Gonzalo Portocarrero (Sociólogo)
La etimología de la palabra ‘trabajo’ remite al término latino "tripalium", que significaba literalmente tres palos; tri (tres) palio (palo). El ‘tripalium’ era un yugo en el que se amarraba a los esclavos para azotarlos. En español y otras lenguas romances, el término se extiende para significar lo doloroso y sufrido. No solo la desgastante labor agrícola sino también todo aquello que implica un dolor que debe aguantarse pues sencillamente no hay alternativa. En la literatura mística, los trabajos son los padecimientos que nos llevarán a la gloria. Es decir, un sufrimiento que se hace tolerable, y hasta gozoso, pues conduce al éxtasis de la comunión con Dios. En el lenguaje de nuestros días quedan aún huellas de este uso cuando, por ejemplo, nos referimos al "trabajo de parto”. Pero, tradicionalmente, la palabra ‘trabajo’ se asociaba con la actividad manual y la condición servil, como el destino inevitable de quienes no tenían una propiedad, o nombramiento, que permitiera cubrir las necesidades sin esos tormentos que muy pocas veces traen algo bueno. En el orbe latino, el trabajo tenía mucho menos prestigio que el juego, la fiesta, la contemplación, la lectura y las prácticas devotas. Prevalece un ideal aristocrático. 
En inglés y alemán, ‘work’ o ‘werke’, los términos equivalentes a trabajo significaban originalmente una actividad que implica esfuerzo. Y, significativamente, la misma palabra también se usaba para designar la fornicación. Entonces, la actividad, el esfuerzo y el goce aparecen ligados de una manera distinta a lo que ocurre en las lenguas romances, en las que el vínculo más fuerte es entre fatalidad y padecimiento. 
No es casualidad que entre los países de Europa del Norte haya surgido la ética protestante con su valoración del trabajo como profesión, como una respuesta a un llamado de Dios. Una actividad bendita donde encontrar seguro refugio de las tentaciones de la carne. El trabajo metódico adquiere el aura de la virtud salvadora. Todo el tiempo disponible tiene que ser usado productivamente, en la creación de riqueza. Y ese uso productivo se orienta por un cálculo económico, pues se trata de producir más gastando menos. Y, por otro lado, se trata de consumir poco, ya que ser indulgente con los sentidos, en la comida, la bebida o el sexo, es motivo de reprobación, pues se pierde la buena conciencia que se gana con la entrega obsesiva al trabajo. Estas ideas fueron desarrolladas por Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, y están en la raíz de los estereotipos que representan a los países de Europa del Norte como naciones progresistas y trabajadoras, pero sin mayor disfrute; y a los países de Europa del Sur como llenos de gente sensual pero floja y pobre. 
No obstante, el espíritu del capitalismo fue perdiendo su inicial fundamento religioso. El trabajo dejó de ser visto como el principio de la salvación ultramundana para convertirse simplemente en la virtud cívica que nos da acceso al prestigio y al dinero. Entonces el trabajo se convierte en el centro de la vida. Pero tampoco es que desaparezca su inspiración trascendente, pues el trabajo permanece como un fin en sí mismo, como una actividad que da un sentido que compensa el debilitamiento de la presencia de Dios en nuestras vidas. Estas orientaciones de culto al esfuerzo liberaron de la miseria y de la precariedad a muchísima gente. Hicieron la vida más segura y confortable, pero quizá más vacía. 
Hacia fines de los años 60 surge, en inglés, el término ‘workalcoholic’, traducido al español por ‘trabajólico’. La palabra valora negativamente una actitud que existe desde hace mucho: la obsesión por el trabajo, el impedimento para descansar, la dificultad para apreciar otras facetas de la vida, el amor en todas sus formas, el goce sensorial. Entonces lo que fue impulsado como salvación es ahora criticado como una esclavitud viciosa que debilita los vínculos sociales y robotiza a las personas. El trabajo se ha convertido en una esclavitud autoinfligida que cuenta con el beneplácito de la sociedad. Kertész se pregunta: “¿Qué virtud es el trabajo, en definitiva? Virtud de esclavos. ¿Cómo pudo sustanciarse últimamente, de forma imperceptible, en ideología, en moral, en Dios, para expresarlo con claridad?”. ¿Y qué hacemos con el vacío que puede dejar una jornada menos prolongada de trabajo?
Fuente: Diario El Comercio (Perú). 12 de marzo del 2014.

jueves, 10 de abril de 2014

Marc Augé: El antropólogo y el mundo global.


Marc Augé: Otras escenas sobremodernas

Entrevista. En su libro nuevo, el padre del concepto de “no lugares” releva los objetos y los casos que inquietan hoy a los antropólogos de todo el mundo.

Héctor Pavón

La vida activa del antropólogo ha cambiado. La ciudad atravesada por tramas sociales que entran en conflicto entre sí es el escenario donde se mueven los antropólogos del siglo XXI. Los territorios de pueblos indígenas, olvidados, perdidos, han cedido terreno a los desafíos de las metrópolis en tanto objetos clásicos de estudio. Hay funciones nuevas y replanteos. “Nunca como hoy ha sido necesaria una mirada antropológica de carácter crítico; nunca, además, ese derecho a la mirada ha sido tan difícil de ejercer, a tal punto han cambiado los criterios sobre lo natural y lo evidente”, dice Marc Augé en su libro reciente: El antropólogo y el mundo global (editado por Siglo XXI, traducido por Ariel Dillon). Augé ha sido el sinónimo de una antropología que descubrió su razón de ser “sobremoderna” en la vida cotidiana, en la exacerbación de lo urbano, en las formas que generosamente otorgaba la ciudad global, recordemos su libro Elogio de la bicicleta . Y continúa: “Este es el libro de un antropólogo que se interroga sobre su disciplina y sobre el mundo en el que vive. Y que propone, aquí, una lectura del mundo global, con la esperanza de capturar la atención de aquellos que se preocupan por este mundo y se interesan por la antropología”. De esos mundos nuevos habló Augé en su última visita a Buenos Aires.

–¿Cuáles son los nuevos objetos de estudio que entraron en el campo antropológico en las últimas décadas?

–La antropología ha sido definida a menudo a través de sus objetos empíricos, es decir, las sociedades primitivas o pequeños grupos. Es importante recordar la definición teórica: estudio de las relaciones sociales tal como son representadas y simbolizadas en un pequeño grupo, tomando en cuenta su contexto. Hoy es posible hacer estudios de antropología de cualquier grupo, pero hay algo para tener en cuenta. El contexto del cual tenemos que tomar conciencia es un contexto planetario, incluso por los antropólogos que trabajan en su mayoría con pequeños grupos indígenas. Hay muchos factores que pertenecen al planeta, pero el contexto cambió y también las relaciones a partir del momento en el cual hay desarrollo de las técnicas de los medios de comunicación, el desarrollo de Internet. Aquí se podría decir que, los medios, las nuevas tecnologías, cambian las relaciones. Pero: ¿son realmente las mismas relaciones cuando se habla de la comunicación? No creo que las relaciones a través de los medios sean tales. El problema es que pueden dar la ilusión de que están en un mundo per se, como una realidad empírica mundial, eso es un problema.

–En su libro habla de la felicidad... ¿Es un objeto de análisis para usted?

–Sí. Además, es una idea de la modernidad. Hay todo un aparato de publicidad, de persuasión, que puede hacer pensar a cada uno que ser feliz es consumir, tener los medios para consumir. También hay una tentación de concebir las relaciones entre las personas, como una evaluación de posesión o de consumo también. Eso es algo fundamental, porque la noción de poder siempre ha sido la perversión íntima de las relaciones. Es decir que no hay ninguna individualidad ni identidad que se pueda pensar sin alteridad, sus relaciones con parientes, amigos. Lo que llamamos cultura es un conjunto de relaciones simbolizadas. En la raíz de la relación hay una idea de poder y creo que la encontramos en los vínculos entre sexos, en todas las sociedades.

–¿Cómo se manifiesta el poder en esas relaciones?

–En las relaciones entre los grupos humanos mismos, los viajes colonizadores, por ejemplo, han sido un éxito en un sentido y por otro lado un fracaso. Cuando los occidentales descubrieron América, ese acto se volvió una situación de poder. Lo que me pregunto es saber si en esta forma de relaciones que establecen los medios de comunicación no hay también una forma de poder, que se puede expresar. Es decir, estamos en un mundo extraño, dentro del cual todos tenemos la convicción de que estamos colonizados, incluso por los antiguos colonizadores, pero no sabemos colonizados por quién. Tenemos el gran capital, el mercado, las potencias financieras, pero no sabemos por quién porque el mundo ha cambiado de escala.

–¿Hay esperanzas en ese mundo que usted esboza? ¿La esperanza puede venir de la mano de la política?

–No es posible vivir sin esperanza pero las situaciones son complejas. Podríamos pensar que somos casi ciudadanos del mundo, es el caso de ciertos privilegiados. Pero por otro lado es una idea que no funciona mucho, el hecho de que hay un crecimiento de la brecha entre ricos y pobres, instruidos y no instruidos, comunica una sensación de miedo porque el futuro inmediato del mundo no es una democracia extendida al planeta entero, sino una oligarquía con una clase de potentes, cerca del conocimiento del poder del dinero, una clase de consumidores, que hacen funcionar al sistema y una clase de excluidos. Entre los menos ricos de los consumidores y los excluidos hay una frontera muy ligera, hay formas de miedo que destruyen la esperanza. Los migrantes son una manifestación de esperanza o de voluntarismo, son los héroes del mundo actual, pero tienen una larga historia por delante. Es siempre difícil conjugar las historias generales y la historia singular.

–¿Y qué pasa con los que hoy están llegando a Europa del modo más primitivo y exponiéndose a todo tipo de desgracias?

–Tenemos en Francia, como en otras partes del mundo, un problema de inmigración que suscita formas de racismo, de xenofobia. Por ejemplo, el caso de los árabes de Africa del Norte que viven desde hace mucho en Francia –y que ya se encuentran en la tercera o cuarta generación y ya son franceses– presenta un problema de integración. Muchos viven en las periferias de París donde aparecieron fenómenos de xenofobia con las diversas olas de migraciones. La situación puede llegar a ser más problemática.

–Anteriormente escribió un libro cuyo título es “El futuro”, pero me da la impresión de que usted ama el pasado. Lo leemos, por ejemplo, en ese texto bello sobre la película “Casablanca”.

–Es más fácil hablar del pasado, porque todos tenemos cosas que decir. Pero el futuro es difícil. ¿Por qué no hablamos del futuro cuando la ciencia va adelante y progresa? Pienso que hay muchas razones, la primera es el fracaso de las utopías del siglo XIX en el siglo XX, principalmente el marxismo. Además, tengo la impresión de que estamos viviendo el fracaso de la última gran utopía liberal, con Fukuyama y el fin de la historia. Por un lado, las dictaduras se acomodan muy bien en el mercado liberal; y, por otro lado, vemos que la diferencia entre la franja más rica de los ricos y la franja más pobre de los pobres no cesa de crecer, es decir, que no hay ninguna realidad correspondiente a la utopía del fin de la historia. La ciencia es el único dominio dentro del cual podemos tener una idea positiva del concepto de progreso. Descubrimos cosas importantes, estamos en la frontera del universo. La razón por la que no podemos imaginar bien el futuro es que tenemos miedo del futuro, de las situaciones económicas, por ejemplo, hay muchas formas de miedo. Pero también hay una incertidumbre sobre lo que vamos a descubrir: hay una democratización de la angustia pascaliana.


–Desde hace tiempo usted define esta época como sobremodernidad, ¿qué características tiene en particular para llamarse de ese modo?

–He utilizado esta palabra pensando en la noción de sobredeterminación de Althusser. Es esta idea de que, cuando hay muchos factores del desarrollo, no es fácil analizar las consecuencias. La pensé como algo surgido de la relación entre la modernidad, como nació en el siglo XVIII y la modernidad actual. La palabra posmodernidad no dice nada. Hay una acción de todos los factores que hace difícil comprender lo que pasa, incluso que hay desviaciones. La idea del individuo se volvió la de consumidor; la idea de universalidad, la de lo global. Es una continuación de la idea moderna, razón por la cual he hablado de sobremodernidad.


–¿Usted cree que después de esta crisis que atraviesa Europa, habrá alguna ganancia, algún aprendizaje?

–Tengo dos cosas para decir, por un lado, la historia no se acabó, va a continuar bajo todas sus formas, a pesar de la globalización. Por otro lado, la historia nunca ha sido un río tranquilo: otra vez habrá violencia, huelgas, otros enfrentamientos. Porque la historia siempre presenta la dificultad de pasar al nivel individual y general de la historia, porque cada uno de nosotros legítimamente es impaciente, quiere que las cosas evolucionen pero la historia toma su tiempo, hay muchas contradicciones.

–¿Cómo se expresa la crisis en Francia? ¿Qué aparece en la superficie?

–Se ve de diversas maneras. París me gusta menos, hay una agresividad de la gente que me parece peligrosa. Hay nuevos pobres que son visibles. Por otro lado hay una crisis en las empresas también, hubo suicidios debido a las nuevas formas de trabajo. El trabajo no es más una oportunidad de sociabilidad; es una prueba de soledad, de aislamiento. La crisis se percibe también en los miedos de los jóvenes y en el aumento del desempleo. Pero hay aspectos positivos: hace veinte años nadie sabía lo que era realmente la riqueza, ahora se percibe mejor, sabemos que las empresas que suman desempleados aumentan sus beneficios. Hay un concepto en la cultura de la empresa que no significa nada más debido a las situaciones antagonistas de los diversos actores, los propietarios de la empresa –que son los accionistas– y los empleados. Hemos aprendido también cuanto ganaban los directores de las empresas, cifras inimaginables. Es algo bueno por la información de la gente, la toma de conciencia de la situación. Se escucha a los dirigentes de empresas decir “es normal que yo gane dinero porque tengo responsabilidades, trabajo mucho”; es decir, los otros no tienen responsabilidades, trabajan poco. Los están insultando.


Fuente: Revista Ñ (Clarín). 08 de abril del 2014.

miércoles, 2 de abril de 2014

Libro "Juntos. Rituales, placeres y política de la cooperación" del sociólogo Richard Sennett

Un llamado a la cooperación (y a la resistencia)

¿Vivimos en un mundo diseñado para excluir? ¿Qué hemos hecho culturalmente para que esto no sea así? En su libro Juntos. Rituales, placeres y política de la cooperación, el sociólogo Richard Sennett interpela al lector a través de un recorrido que va de los rituales eclesiásticos hasta las nuevas formas de socialización en Internet, pasando por la diplomacia de la edad moderna y la ausencia de compromiso de los operadores en Wall Street. ¿Juntos?

Horacio Bilbao

"Tenemos que hacer menos teoría política y tomar más en cuenta la acción social en el terreno", me dijo hace dos años el sociólogo Richard Sennett durante una entrevista. Acababa de terminar su libroJuntos (Together). Y estaba perplejo frente a las respuestas de distintos gobiernos a la crisis europea. "Usted sabe que la política de izquierda está muerta en Europa, y que ocurre lo mismo en los Estados Unidos", avanzó. La charla iba camino al atolladero ideológico, pero rápidamente se encausó en los temas que él más domina y que se desgranan y reciclan en sus últimos tres libros, un epílogo para su obra momumental.
Ya hemos hablado aquí de El Artesano, primero de estos tres volúmenes. Allí se proponía mostrar la conexión entre la cabeza y la mano, las técnicas manuales o mentales que hacen posible el progreso de una persona. Un proceso que se puede encarar de manera individual. En Juntos. Rituales, placeres y política de la cooperación (Anagrama, como toda su obra), redobla la apuesta. Sennett sale al rescate de un capital social amenazado: la cooperación. Ahora le queda por delante la recta final de su proyecto. Un trabajo sobre cómo vivir mejor en nuestras ciudades. Los tres libros persiguen un objetivo: "intentar, al menos, ser autores de la vida que vivimos". ¿Hemos renunciado a la posibilidad de vivir en sociedad? ¿Qué nos lleva a distanciarnos del prójimo? O como inquiría George Simmel: ¿Qué puede estimular el entendimiento mutuo de las personas? Con estas entre muchas otras preguntas nos motiva, nos invita, Richard Sennett.

Juntos... es un libro sobre el desmoronamiento de la cooperación social, con algunas salidas idealistas. Dice Sennett que los Estados Unidos se ha convertido en una sociedad internamente tribal, donde la gente se opone a reunirse con quienes son diferentes. El flagelo no solo afecta a su país. La desigualdad, por ejemplo, se ha incrementado de manera espectacular en los últimos años en todo el mundo. Basta repasar el famoso coeficiente de Gini para confirmar que la distancia entre la elite y la masa se vuelve cada vez más sideral (van a decir que los números del INDEC desmienten el dato). Bajo el capitalismo, sobre todo bajo está última etapa dominada por la economía de servicios y la especulación financiera, las fuerzas de la cooperación se ven debilitadas como nunca. Y esto sucede por dos vías fundamentales. La desigualdad estructural y las nuevas formas del trabajo, que engloban por supuesto al creciente número de desempleados incluso en las principales economías del mundo. Esas fuerzas producen efectos psicológicos, personas que no pueden gestionar las complejas formas del compromiso social, y se retraen de los desafíos. Sennett sabe de primera mano que si esas desigualdades se sufren desde niño, afectan todavía más nuestras capacidades cooperativas.
Además, la cohesión social también se ve alterada por la reconfiguración de las ciudades. Antes los ciudadanos vivían y trabajaban más o menos en el mismo lugar. Pero la industrialización primero, la huida a los countries después, dividieron a la ciudad. Las comunidades son cada vez menos autodependientes. Sennett ofrece un ejemplo abrumador. Cuenta que, cada vez más, los comercios minoristas pertenecen a firmas no locales. Da el ejemplo de Harlem. Allí, sólo cinco céntimos de cada dólar gastado en Harlem se queda en Harlem. "Como en tiempos de la colonia, las economías minoristas generan una riqueza que es extraída y exportada", dice Sennett, citando a su esposa, Saskia Sassen. ¿Quiere usted cooperar con McDonalds?
Pero, ¿qué es la cooperación? En la definición de este autor es aquél intercambio en el cual los participantes obtienen beneficios del encuentro. El desafío es reunir a personas con intereses muy diferentes, incluso en conflicto, un punto clave para sociedades que se debilitan, que autodestruyen su capacidad de cooperar. Hay otro desafío, la búsqueda de equilibrio entre cooperación y competencia, un equilibrio que tienen raíces naturales pero que, a juzgar por el libro de Sennett, está siendo culturalmente desviado. Se necesitan habilidades de negociación, intercambios que apuesten a la reducción al mínimo de la competencia agresiva. "Las habilidades para gestionar diferencias de difícil tratamiento se pierden al tiempo que la desigualdad material aisla a los individuos y que el trabajo cortoplacista hace más efímeros los contactos sociales y activa la ansiedad respecto del otro", dice Sennett.
¿Es la cooperación un don natural, genético? Sí y no. En su recuperación de la historia natural, el autor recurre a la etología (muy de moda). Piensa, reflexiona, cómo consiguen los animales gregarios compatibilizar necesidad mutua y agresión recíproca. La etología también le sirve para hablar del código genético, que proporciona una base para la cooperación. Pero es sólo una base para desnaturalizar el argumento del hombre como lobo del hombre. El problema mayor, ya lo dijimos, es cultural, deviene de la manera en que nosotros construimos conductas más complejas. A juzgar por el libro, durante un tiempo no lo hicimos del todo mal. Y por eso Sennet también rescata ciertas experiencias históricas.

Su repaso histórico llega hasta los días de la Reforma protestante (Siglo XVI), que transformó la cooperación. "El cuadro de (Hans) Holbein (Los embajadores) representa los grandes cambios de la sociedad moderna", dirá Sennett, haciendo un análisis exhaustivo de la pintura. Se refiere a los cambios de la Reforma en materia religiosa, que fueron acompañados o signados por la renovación de las prácticas de producción material, la promulgación de los derechos laborales encarada por los gremios, etc. Tiempos en que la ciencia empezaba a separarse de la religión. Se retrotrae también a la Comuna de París, en 1871, a la exposición universal de París en el 1900, que celebraba el triunfo de la industria mientras su contracara armaba un enorme debate sobre la cuestión social. El enemigo era el capitalismo emergente. Entre una larga lista de autores, Sennett cita a Robert Owen, padre del cooperativismo, a John Ruskin, sociólogo británico, y a William Morris, artesano, poeta y activista político. Figuras todas cuyo objetivo es más la inclusión que la revolución. El ejemplo actual, muy contrario a aquéllos avances sociales, está en las firmas financieras, dueñas de la mayor desconfianza y también de un poder desmesurado.
¿Se puede usar el pasado como guía para el futuro en las relaciones sociales? Sennett dice que hay que buscar nuevas formas, no restaurar aquellos viejos debates sobre el socialismo y las formas de socialismo democrático. Sostiene que hay cambiar el edificio desde abajo, proclama de la izquierda social y destaca la importancia de mantener la relación cara a cara con la base en cualquier movimiento. Una manera de criticar a las instituciones políticas adormecidas por la burocracia. Para recuperar algunos de los placeres de la comunidad, recurre a la figura de Norman Thomas (1884-1968) líder del Partido Socialista de los Estados Unidos. Destaca la comunicación informal, y la necesidad de reinstalar lo social en el socialismo. Y conseguir, en última instancia, que aquellos que no tienen cabida en esta sociedad, puedan cooperar entre ellos. Avanzar en experiencias para arreglárselas sin los gobernantes. Por eso suscribe una izquierda social por sobre una política. Sennett, a diferencia de Marx, cree en el colapso del capitalismo, no en su derrota. Y suscribe la línea del pragmatismo norteamericano, cuyo principal referente fue el filósofo John Dewey.
Más allá de la disputa ideológica, a la que Sennett no rehuye, el suyo es un trabajo multidisciplinario. Entre las armas que el sociólogo vela en pro de la cooperación están el dialogismo sobre la dialéctica, el modo subjuntivo sobre el fetiche de la asertividad, la simpatía por sobre la empatía. El término dialógico, por ejemplo, se refiere a aquéllas discusiones que no se resuelven en el hallazgo de un fundamento común, es distinto al acuerdo convergente que fuerza la dialéctica. "Las personas que no observan (que no escuchan) no pueden conversar", dice Sennett. De allí la recuperación de conceptos como el mencionado dialogismo, acuñado por Mijail Bajtin. El destaque de políticos como Saúl Alinsky, en especial su liderazgo a través del uso informal de los intercambios, se complementa con su eterna reivindicación del taller como modelo de cooperación constante. Cita a Confucio, quien creía que el taller hacía de los artesanos buenos ciudadanos. A propósito, el libro está atravesado por una inquietante reivindicación de ciertas costumbres chinas, que a largo plazo podrían marcar diferencias entre el capitalismo oriental y occidental. Por ejemplo, Sennett enfrenta a las empresas de Wall Street con el guanxi chino. Pero ese es otro tema.
Aunque no es el eje del libro, Sennett dedica un buen espacio a abordar las consecuencias de la revolución tecnológica. Ausente el contenido dramático, o pobres en estímulo emocional, los intercambios virtuales que se dan en Internet confunden incluso información con comunicación. Chocan de lleno contra la creación de condiciones que favorezcan la complejidad. ¿Es Internet un medio incapaz de absorver y representar las complejidades que se desarrollan en la cooperación, en la comunicación? Sennett cuenta su fallida experiencia en el grupo de prueba de Google Wave, una red social especialmente diseñada para la cooperación. "Tuvimos que romper el fetiche de la aserción como hábito". Al igual que ocurre en Facebook o Twitter, el programa de Google confundía comunicación con el hecho de compartir información. En el mejor de los casos, los internautas imaginan la cooperación en términos dialógicos y no dialécticos, buscan un único resultado. Pero la red, como el mundo, está lleno de seres egocéntricos, de comentaristas pagos, que no quieren más que exponer sus verdades. Para Sennett, el inconveniente no estaba en el hardware, sino en un software redactado por ingenieros en sistemas con escaso conocimiento y comprensión del intercambio social. Su crítica no recae sólo en Internet, los seres humanos, dirá, son capaces de mayores realizaciones que las que les son permitidas en las escuelas, en los lugares de trabajo o en las organizaciones sociales y políticas. La capacidad de cooperar de la gente es mucho mayor de la que permiten las instituciones.

Otra de esas costumbres es la exaltación de la solidaridad. El siglo XX permitió la cooperación en nombre de la solidaridad, pero la solidaridad es otra cosa, invita al mando y a la manipulación desde arriba. Encima, en el nuevo capitalismo, el poder se ha distanciado de la autoridad. No lo tienen los estados. Es normal que la gente rechazada y retraída aspire a algún tipo de solidaridad. Pero la cooperación es otra cosa, es una estrategia de resistencia. Citando al sociólogo C. Wright Mills, Sennet habla de una epidemia de ansiedad, de ansiedad de rol, un estado propio de aquéllas personas que desempeñan el rol que se les requiere pero viven recelando de él. Esa, el mismo Sennett lo ha demostrado y publicado en libros anteriores, es una de las causas de la corrosión del carácter. La soledad y el aislamiento que no tienen un alcance existencial o monacal, son dos fenómenos de este tiempo, acompasados por la ceguera narcisista y autocomplaciente, indiferentes a las consecuencias de sus actos. En relación a este tema, Sennett les cae otra vez a los empleados de Wall Street, totalmente indiferentes a las consecuencias de sus hazañas bursátiles.
El narcisismo es un caparazón adormecedor de la psiquis. "En la actualidad, fuerzas que nuestros antepasados no podían prever arraigan la complacencia en la vida cotidiana, un el elemento que abre el camino al individualismo y atrofia la cooperación", dice. Narcisismo, autocomplacencia, falta de compromiso, individualismo. La cooperación se queda sin armas para enfrentar semejantes tendencias. Por eso dice Sennett que las fuerzas institucionales son decisivas. El Estado, por ejemplo, debe actuar para reducir las desigualdades. Pero el foco principal del trabajo del autor de El artesano, está puesto en la relación entre trabajo físico y social. Filosóficamente, Sennett duda de la separación entre cuerpo y mente. Por eso para él, el mundo laboral, el proceso de reparar y producir en un taller, se relacionan directamente con nuestra vida social.
El libro termina con una dedicatoria a Montaigne. Un curioso rescate de las preguntas que Montaigne se hacía sobre su gata Coda. De él extrae una conclusión superadora: "La ausencia de comprensión mutua no debería llevarnos a eludir el compromiso con los demás, a evitar que querramos hacer algo juntos". Montaigne conoció de cerca el conflicto entre católicos y protestantes. Sufría con los horrores que podía producir la necesidad de la fe, o el sometimiento a un líder carismático. Por suerte no vivió para los Hitler o Mussolini. "La aserción feroz elimina al oyente", decía Montaigne.
El desafío que nos plantea Sennett es vital. Apunta a relacionarnos en comunidad, con personas a las que no entendemos, ni queremos o, incluso, con aquéllas que mantenemos alguna clase de conflicto. Nuestros puntos de encuentro eran y todavía pueden ser la educación pública, las calles del barrio, los clubes, el lugar de trabajo, pero también la historia. La cronológica y la del pensamiento. Los rituales de conexión se desmoronan, sufren el desapego como experiencia desmoralizadora. Pero el derrumbe todavía nos despierta preguntas. La cooperación, ¿se ha vuelto un ejercicio de resistencia contra nosotros mismos? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificarnos por esto, para reconstruir el tejido social, para vivir juntos?

Fuente: Revista Ñ. 28 de marzo del 2014.