Niños trabajadores, menores de 10 años. Port Royal, Carolina del Sur. 1912
El peso de la mirada adulta
Por:
Alba Flesler
De uno u
otro modo, al escribir o hablar sobre el niño como objeto de deseo confesamos
en acto el sitio de valor que el niño tiene para nuestro decir. Parece
evidente, y sin embargo no va de suyo que así sea. De hecho, no siempre fue
así.
En los tiempos del Antiguo Régimen, según sostiene Philip Ariés,
la sociedad no podía representarse bien al niño, y la duración de la infancia
sólo se reducía al período de mayor fragilidad, cuando la cría del hombre no
podía valerse por sí misma. De modo que, en cuanto podía desenvolverse
físicamente, se le mezclaba rápidamente con los adultos.
Con ellos compartía trabajos y juegos, haciendo que el
aprendizaje, lejos de serle especial, se sostuviera durante siglos en la
convivencia del niño con los adultos, y se sustentara en el contacto directo
con ellos.
Nos causa sorpresa pensar que apenas unos siglos atrás, el niño
de pocos años era considerado una cosita graciosa, que divertía a la gente como
“un animalito”, pero, también saber que, si para el caso y como era frecuente,
el pequeño moría, no se daba mucha importancia al asunto. Era reemplazado por
otro niño. Y ese suceso lejos estaba de despertar la pregunta por la
responsabilidad del adulto, la conciencia o la voluntad de otorgar más cuidado
al niño y acaso valorar su vida. Los niños morían ahogados en la práctica
habitual del colecho con sus padres sin llegar a ser bautizados, dándonos
pruebas del lugar desdibujado que tenía el niño por entonces y la frecuencia de
su anonimato.
Desde aquel momento a nuestros días, la escolaridad cifró, sin
duda, un verdadero viraje en la perspectiva de la infancia, pero la auténtica
revolución se produjo en los albores del siglo XX, cuando Sigmund Freud le dio
la palabra al niño.
Le dio la palabra al niño, también le dio el saber a la infancia
respecto de la etiología de las neurosis y sus destinos pero abriendo un
terreno de inciertas consecuencias a futuro.
Desde entonces, en el breve período transcurrido, vimos al niño
entrar en la mira de múltiples disciplinas, ampliándose el interés y el deseo
por el niño.
Sin embargo, tomado como objeto, el niño no siempre es objeto de
deseo. Dicho con toda la rigurosidad lógica, y atenta a la complejidad de lo
que afirmo, diría que un niño sólo es objeto de deseo cuando él, el niño, hace
falta. Por eso prefiero distinguir cuándo un niño es colocado predominantemente
como objeto de goce, aun con las mejores intenciones, cuándo es sostenido como
objeto del deseo enraizado en la falta y cuándo es considerado un objeto de
amor abrevado en el narcisismo de sus padres o cuidadores.
En otras palabras, amor, deseo y goce pueden enlazarse
benéficamente dando por resultado un espacio abierto para la subjetividad del
niño o pueden estrechar sus miras desenlazando sus razones y cercenando la
oportunidad de que un niño, sólo tomado como objeto, del deseo, del amor, o del
goce, llegue a alcanzar luego y a su vez, una posición de sujeto capaz de amar,
de desear y de gozar de las chances que le brinda la vida.
Estos tiempos nos encuentran también debatiendo los derechos del
niño para afinar sus beneficios, pero abren una deuda: ocuparnos de nuestro
deseo respecto del niño. Pues en la pregunta por la responsabilidad del adulto,
y la ardua tarea de delimitar su alcance, se proyecta no sólo el futuro de los
niños como objeto de deseo del adulto, también la respuesta que anhelamos que
ellos logren como sujeto.
Flesler es
autora de “El niño en análisis y el lugar de los padres” y “El niño en análisis
y las intervenciones del analista” (Editorial Paidós).
Fuente: Revista Ñ. 07 de agosto del 2013.
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