miércoles, 7 de agosto de 2013

Historia del viraje en la perspectiva de la infancia y niñez.

Niños trabajadores, menores de 10 años. Port Royal, Carolina del Sur. 1912

El peso de la mirada adulta

Por: Alba Flesler

De uno u otro modo, al escribir o hablar sobre el niño como objeto de deseo confesamos en acto el sitio de valor que el niño tiene para nuestro decir. Parece evidente, y sin embargo no va de suyo que así sea. De hecho, no siempre fue así.

En los tiempos del Antiguo Régimen, según sostiene Philip Ariés, la sociedad no podía representarse bien al niño, y la duración de la infancia sólo se reducía al período de mayor fragilidad, cuando la cría del hombre no podía valerse por sí misma. De modo que, en cuanto podía desenvolverse físicamente, se le mezclaba rápidamente con los adultos.
Con ellos compartía trabajos y juegos, haciendo que el aprendizaje, lejos de serle especial, se sostuviera durante siglos en la convivencia del niño con los adultos, y se sustentara en el contacto directo con ellos.
Nos causa sorpresa pensar que apenas unos siglos atrás, el niño de pocos años era considerado una cosita graciosa, que divertía a la gente como “un animalito”, pero, también saber que, si para el caso y como era frecuente, el pequeño moría, no se daba mucha importancia al asunto. Era reemplazado por otro niño. Y ese suceso lejos estaba de despertar la pregunta por la responsabilidad del adulto, la conciencia o la voluntad de otorgar más cuidado al niño y acaso valorar su vida. Los niños morían ahogados en la práctica habitual del colecho con sus padres sin llegar a ser bautizados, dándonos pruebas del lugar desdibujado que tenía el niño por entonces y la frecuencia de su anonimato.
Desde aquel momento a nuestros días, la escolaridad cifró, sin duda, un verdadero viraje en la perspectiva de la infancia, pero la auténtica revolución se produjo en los albores del siglo XX, cuando Sigmund Freud le dio la palabra al niño.
Le dio la palabra al niño, también le dio el saber a la infancia respecto de la etiología de las neurosis y sus destinos pero abriendo un terreno de inciertas consecuencias a futuro.
Desde entonces, en el breve período transcurrido, vimos al niño entrar en la mira de múltiples disciplinas, ampliándose el interés y el deseo por el niño.
Sin embargo, tomado como objeto, el niño no siempre es objeto de deseo. Dicho con toda la rigurosidad lógica, y atenta a la complejidad de lo que afirmo, diría que un niño sólo es objeto de deseo cuando él, el niño, hace falta. Por eso prefiero distinguir cuándo un niño es colocado predominantemente como objeto de goce, aun con las mejores intenciones, cuándo es sostenido como objeto del deseo enraizado en la falta y cuándo es considerado un objeto de amor abrevado en el narcisismo de sus padres o cuidadores.
En otras palabras, amor, deseo y goce pueden enlazarse benéficamente dando por resultado un espacio abierto para la subjetividad del niño o pueden estrechar sus miras desenlazando sus razones y cercenando la oportunidad de que un niño, sólo tomado como objeto, del deseo, del amor, o del goce, llegue a alcanzar luego y a su vez, una posición de sujeto capaz de amar, de desear y de gozar de las chances que le brinda la vida.
Estos tiempos nos encuentran también debatiendo los derechos del niño para afinar sus beneficios, pero abren una deuda: ocuparnos de nuestro deseo respecto del niño. Pues en la pregunta por la responsabilidad del adulto, y la ardua tarea de delimitar su alcance, se proyecta no sólo el futuro de los niños como objeto de deseo del adulto, también la respuesta que anhelamos que ellos logren como sujeto.
Flesler es autora de “El niño en análisis y el lugar de los padres” y “El niño en análisis y las intervenciones del analista” (Editorial Paidós).

Fuente: Revista Ñ. 07 de agosto del 2013.

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