lunes, 7 de octubre de 2013

Origen de la costumbre sureña de comer gato.

Los Gatos son Manjar de Esclavos


Rodolfo Hinostroza

Cuando yo tenía la página gastronómica de un diario local, uno de mis colegas, el fotógrafo Carlos “Chino” Dominguez, me invitó a comer cabrito de techo, que es el gracioso y repulsivo nombre que los criollos viejos le dan al gato doméstico. “Tú que eres gastrónomo” me dijo “seguro que te va a gustar”. Lo que no sabía el Chino es que yo me había criado entre gatos, por así decirlo, y desde muy niño había aprendido a quererlos y a admirarlos tal como otras personas aman a los perros, o a los caballos. Me podía quedar durante horas admirando sus gráciles movimientos, sus saltos elegantes, sus divertidos juegos. Cuando yo vivía en París me afilié a la única institución que pertenecí en mi vida, la “Sociedad de Defensa de los Gatos Libres”, cuyos miembros nos comprometíamos bajo palabra de honor a proteger a los gatos callejeros que encontráramos por ahí, y darles comida y techo. Y justamente enfrente de mi casa había un terreno baldío donde paraba un gatito atigrado que aparecía y desaparecía, pero solía dormir acurrucado en un viejo portal, de modo que me dediqué a protegerlo: le construí una casita con una caja de cartón forrada con trapos viejos, para el frío, y le dejaba latitas de comida para gatos que él se despachaba en un par de días, feliz de la vida. Unos años más tarde llegué a tener 17 gatos, que fue mi récord absoluto en cuestión felinos, muy lejos desde luego que mis amigos mexicanos Carlos Monsivais, que confesaba un centenar de gatos, y la viuda de Octavio Paz, Marie-Jo, que ya va por los 120…
“Y con qué cara voy a mirar a mi gato cuando regrese a casa? “ le repuse al Chino, quien, felizmente, nunca más me volvió a invitar a semejante atrocidad. Después me enteré de que fueron los esclavos negros los que introdujeron esa abominable costumbre en el Perú, y no porque en el África se comiese gato, sino porque los esclavos no tenían acceso a ningún otro tipo de carne. Según las leyes coloniales, los españoles y sus descendientes se alimentaban solo de la carnecita de bueyes, cerdos y corderos, y dejaban las vísceras para el pueblo: esclavos negros, blancos pobres y toda suerte de mestizos. Es por eso que los negros se volvieron virtuosos en la preparación de mondongos y menudencias: anticuchos, choncholí, pancita, cau-cau, y la morena anticuchera se convirtió en una institución que hasta ahora reina en las esquinas de algunos barrios. Y para salir de la monotonía de tal dieta, cazaban gatos techeros y se los comían en ocasiones especiales, y debemos creer que lo encontraban delicioso.

Es un caso parecido –salvando las distancias– a las vicisitudes de las guerras, en que los hambrientos combatientes se alimentan de ratas y de todo tipo de alimañas, y las encuentran igualmente deliciosas… Pero una cosa es la guerra y otra la paz, una cosa es la esclavitud y otra la libertad. Y en períodos de paz nadie sueña con comerse una gorda rata repugnante, aunque sea sazonada con las más ricas salsas, y su sola mención provoca el asco. Pero lamentablemente la costumbre de comer gato perduró, especialmente en el Sur Chico, donde históricamente se concentraron los esclavos negros, bajo pretexto de celebrar a Santa Efigenia, la única santa negra del panteón cristiano, y una vez que don Ramón Castilla decretó su libertad, los afroperuanos lo celebraron con banquetes de carne de gato, hasta el día de hoy. Horrible, ¿no?

¿Y por qué eso nos inspira tanta repugnancia? Pues simplemente porque el gato es un animal doméstico, un compañero que el hombre ha elegido desde hace muchos milenios, juntamente con el perro y el caballo, para que lo acompañe en la aventura humana y no para que le sirva de alimento. Es repugnantemente desleal que aquellos fieles camaradas de días felices y desgraciados, que esperan de nosotros la salud y la vida, sean sacrificados y devorados por sus propios amos. En el Egipto de los Faraones los gatos eran considerados animales sagrados, porque se creía que eran capaces de percibir y ver el alma de la gente, cosa que los humanos somos incapaces de hacer, y es por ello que solían acompañar a sus amos a la tumba, junto con sus servidores como se comprueba en las antiguas sepulturas. Y es más, el hecho de matar intencionalmente a un gato era castigado con ¡la pena de muerte! ¡Que tiemblen los cañetanos!

Y es paradójico que en plena Revolución Gastronómica Peruana, que ha llevado a nuestra cocina a los primeros rangos de la gastronomía mundial, justo después del festival “Mistura” del que nos enorgullecemos todos los peruanos, venga el abominable “Curruñao”, en el que se engorda durante meses a los gatitos hasta que adquieren volumen y peso, y entonces sus propios amos los sacrifican alevosamente, para comérselos como verdaderos salvajes. Guardando todas las distancias del caso, esto me hace recordar unas páginas del cronista Cieza de León, que cuenta cómo es que los caníbales americanos criaban y engordaban a los niños, fingiendo amarlos y protegerlos, hasta que una vez cumplidos los 12 años eran muertos, descuartizados y engullidos por aquellos antropófagos, provocando el asco y el horror de los conquistadores. Es el mismo asco y horror que nos provoca a los seres civilizados ese festival de la Quebrada San Luis de Cañete, en que esos preciosos animales domésticos son devorados por los desaprensivos pueblerinos, en homenaje a los esclavos negros que trajeron esa vergonzosa costumbre al Perú, provocando el repudio de la mayor parte de su población que se precia de su estupenda gastronomía.

¿Y dónde está la Sociedad Protectora de Animales

Fuente: Revista Caretas n° 2302. 26 de septiembre del 2013.

No hay comentarios:

Publicar un comentario